La buena y la mala educación

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-Mamá, ¿yo soy educado?
-Claro que sí, ¿por qué preguntas esa tontería?
-La profe me ha dicho que soy un maleducado, que no le vuelva a pedir explicaciones sobre porqué me regaña, que ella ya lo sabe bien… pero tú siempre me has dicho que cuando no entienda algo, pida la explicación y yo lo he hecho de buena forma como tú me dices.

GETAFE/Educa… que algo queda (30/03/2017) – Claro, este diálogo entre una madre y su hijo, hoy posiblemente catalogado de repipi, es ficticio porque tal vez la realidad sería menos poética y haría referencia a la maldad de la profe o a cosas peores, pero da pie a pensar sobre el tema de hoy.

Antes de plantearnos lo que es y no es educación, debemos establecer que, aunque hay algunas (cada vez menos) normas comunes aceptadas por todos, lo normal es que el resto de comportamientos que indican  nuestra buena o mala educación, sean de valoración subjetiva, tanto por quien los hace como por quien los recibe, si bien todos tenemos una increíble habilidad para enjuiciar la educación de los demás.

Podemos recurrir a la propia definición que del término educación dan los diccionarios:

Educación: Crianzaenseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes.

Aun así, una de las acepciones que a mí más me gusta, es la que recurre a la idea de “elevación” desde el nivel donde está el niño hasta donde podría llegar. Es la idea que Vigostky, eminente psicólogo ruso, tiene sobre el aprendizaje.

La educación parece que solo la ofrecen los padres, pero esto no es enteramente cierto, porque todos los que rodean al niño le afectan de un modo u otro y todos los ambientes en los que él esté presente deberían cuidar sus formas de hacer porque en realidad, se quiera o no, se está sirviendo como modelo en el que fijarse. No conviene perder la frescura ante los niños, pero sí mirar nuestras formas de hacer junto a ellos.

Esto ocurre cuando no tenemos intención de enseñar nada a nuestros hijos, nos copian, pero hay muchísimas cosas que sí debemos enseñarles formalmente: son las “normas con las que tendrán que guiarse en su hacer con los demás, lo que tantas veces nos han dicho que son las reglas de urbanidad y para que sea efectivo ese aprendizaje deben cumplirse tres requisitos imprescindibles.

Solemos poner muchísimas normas y nos funcionan muy pocas y esas que nos funcionan suelen hacerlo porque son consistentes, es decir, muy importantes y suficientemente generales y amplias como para que valgan para muchas situaciones, de hecho, si se miraran bien, corresponderían a nuestros valores personales y sociales. Además debe haber una constancia en el tiempo y en los distintos entornos donde se desarrolla el niño y debemos pedirle que siempre responda a la norma que pretendemos enseñarle hasta que esto se convierta en un hábito que no hay que pensar para hacerlo. Y la última característica y más importante, es la coherencia que debemos demostrar no solo nosotros con nuestros criterios educativos, sino todos los que se relacionan con el niño.

Sabemos que como modelos que somos de ese comportamiento, estamos sujetos a máximo cuidado y podemos reconocer en sus comportamientos desadaptados nuestras incoherencias.

Mucho mejor que preocuparnos por la educación de nuestros hijos, es que nos ocupemos en que sean felices y buenas personas, como decía mi abuela, y de esta forma saldrá todo el cariño, la paciencia y el humor que además nos hacen falta para completar la buena educación.

Redacción Getafe Capital