Modas y modos

GETAFE/La piedra de Sísifo (19/09/2017) – En tantos años dando tumbos por la vida, he sido testigo de un amplio catálogo de costumbres temporales, lo que conocemos como “modas”, y que no se refieren solo a un tipo u otro de prendas de vestir, sino a usos, expresiones, gestos, rasgos de imagen personal, complementos, comportamientos políticos o promesas electorales y todos con un denominador común: lo extraño, incomprensible, muchas veces prescindible o directamente absurdo de su existencia.

Los años 80. Perdón, los gloriosos años 80 (haber tenido entonces veintipocos años es lo que tiene) fueron el paraíso de los guionistas de la insustancialidad y, con la llegada de la democracia pocos años antes, se desataron las neuronas dando como resultado un grado de atontamiento colectivo fraguado en el uso de unas descomunales hombreras, hasta en bañadores, maquillajes unisex que hacían palidecer a un pavo real, pegatinas para coche de inevitable vergüenza ajena que abarcan desde el clásico “bebe a bordo”, al “Mi otro coche es un Ferrari” o el siempre elegante “Ser español, un honor; ser madrileño, un título” que el maestro Forges tuneó como “Ser español, un follón; ser madrileño, una faena”. En cuanto a las procelosas aguas de la política, aquello fue una montaña rusa no por repetitiva, menos interesante: Cada promesa (que partía de algún punto, era inevitablemente copiada por todos los demás) empezaba por una empinada subida, a veces a trompicones, llamada “financiación” y un vertiginoso descenso a toda velocidad, llamado “está todo por hacer”. Conviene resaltar que, aunque a todo el mundo le gustaría, no todos podíamos tener hospital, universidad, aeropuerto, museo de prestigio internacional, incluso, en algunas ciudades de la Castilla profunda, llegaron a exigir puerto de mar. A cada uno, lo suyo.

Pero dónde triunfó la inspiración lisérgica fue en la creación de expresiones que sonaban ingeniosas las 1.500 primeras veces que las oías o usabas pero terminaban cansando: “Efectiviwonder” (¡Ay, esa nostalgia de saber hablar inglés!), “Digamelón” (Que, una vez superado su momento de éxito, invitaba a colgar el teléfono solo con escucharlo), “La cagaste, Burt Lancaster” (esta es de décadas anteriores pero recobró vigencia con un disco de Hombres G), “Me río de Janeiro” (que no tenía nada que ver con Jesulín, o sí) o la impagable “esto es guay del Paraguay” (aún hay gente en el país sudamericano que pregunta qué es eso de guay). En la política en general y la local, en particular, también hubo expresiones perfectamente reconocibles que algunos recordarán: Muy celebrado fue el uso de “frontispicio” en algunos discursos, dicen las malas lenguas que por una apuesta o desafío, quién sabe; la pugna local entre “castristas” (en el poder) y “anticastristas” (en la oposición) o, ya con alcance planetario, el hiperfamoso “Tontos de los cojones…”

Se empezó a utilizar el Hula-hop, con grave riesgo para la integridad física de usuarios y espectadores cercanos, los calentadores de lana para pantorrillas que, ya en el paroxismo, algunas lucían primorosas labores de ganchillo elaboradas amorosamente por sus abuelas; las sin par riñoneras, elegante aditamento para llevar cartera, monedero, tabaco (de cuando lo fumadores no eran aún seres proscritos) y/o llaves y que, en una pirueta del destino, derivó en fundas para teléfonos móviles colgadas del cinturón, que conferían indiscutible charme a sus privilegiados portadores. Y, hoy en uso, las prácticas gorras con la visera hacia atrás para evitar el dañino impacto de los rayos solares en las nucas desprotegidas. Nuestros/as próceres sufrieron una vistosa epidemia de vello facial en forma de bigotes, barbas, patillas e, incluso, cejas de espesor amazónico que, en la mayoría de los casos, fueron despareciendo discretamente. La corbata tuvo una aceptación desigual: Quien se resistió como gato panza arriba a su uso, una vez acostumbrado, soportó después todas las presiones imaginables a la hora de abandonarla y, viceversa, quien la traía por bandera, la desterró al armario a la primera oportunidad.

Hoy sigo siendo un ser impresionable y curioso que trata de entender las cosas que ve, aunque no siempre lo consigue; por eso tengo el atrevimiento de pedir vuestra ayuda:

¿Por qué hay gente (cada día más) que camina por la calle hablando por el teléfono, con el altavoz activado, separado del oído y situado horizontalmente como prolongación de la barbilla, haciendo partícipes, a propios y extraños, de unas conversaciones que a nadie importan? ¿Por qué, instintivamente, nos ponemos a dar paseos improductivos cada vez que hablamos por teléfono? (aunque lo llamemos teléfono móvil, funciona perfectamente estando quietos) ¿De dónde ha salido esa gente tan generosa que, considerando que la vida diaria es muy aburrida, nos la ameniza, sin pedir nada a cambio, compartiendo esa infame música (casi siempre el maldito reguetón) que expele su teléfono a importante volumen? ¿Por qué no se insonorizan los despachos de líderes (o lideresas) irascibles que nos enseñan, día sí, día también, su perfecto dominio del insulto y la falta de respeto a sus semejantes? ¿Por qué lo llaman “Primarias” si todo de mundo les da una importancia secundaria?

Por favor, que alguien aclare mis dudas. Llevo sin pegar ojo desde que fui consciente de ellas y, con las fechas que se avecinan, van a terminar conmigo.