Estampas getafeñas: El camino del cementerio

GETAFE/La piedra de Sísifo (04/04/2018) – El señor Paco paseaba tranquilamente con pose de jubilado, esto es: mirada curiosa, gorrilla de visera bien calada, pasos parsimoniosos y manos agarradas por la espalda. Alrededor, su perrilla Lola iba y venía con pasitos cortos y rápidos hasta que un olor en cualquier arbusto llamaba su atención y se distraía momentáneamente.

El señor Paco salió hoy un poco molesto porque su mujer se había empeñado en que se pusiera el forro polar gris que le regaló su hija porque había refrescado y, ahora; en la curva previa a la plaza del cementerio, que corría un airecito fino, fino, que venía de la base aérea y arañaba la piel; agradecía habérselo puesto.

Por todos lados pasaban individuos, y también individuas, vestidos con ropa fosforito, que corrían tontamente sin que los persiguiera nadie. Porque el señor Paco no podía entender que un hombre hecho y derecho, alguno ya con canas, pudiera correr sin mediar provocación y, lo que es peor, sin ir a ninguna parte; un niño, vale, porque está en su naturaleza, pero un adulto no (salvo que le haya dado un apretón, que entonces sí, de acuerdo).

Por la curva junto a la vía dobla una furgoneta blanca y luego otra; un hueco y después otras dos. Cuando llegan a su altura, el señor Paco piensa en la cantidad de gente que se moviliza cuando le pasa algo a un gitano, empieza a llegar familia y, al poco, ya son más de cien. Levantó la cabeza y reconoció a Rafa, el frutero del mercadillo que trae muy buen género, y pensó que el sábado tendría que darle el pésame.

Un todoterreno de color cereza, de esos tan modernos de los anuncios de la tele, iba intercalado entre dos grupos de furgonetas y el señor Paco dijo en voz alta con algo de sorna: “ese es de otro muerto”, y una muchacha que lo adelantaba corriendo por su derecha, pegó un salto hacia un lado del susto.

Un ruido intenso llamó su atención; dejó de caminar, puso la mano derecha como prolongación de su visera y miró hacia arriba justo a tiempo de ver pasar sobre su cabeza un avión pequeño de esos de dos hélices, que no paran de despegar y aterrizar todo el día.

Pasado el momento aeronáutico, miró el reloj y al ver que ya eran las doce y media, aceleró un poco el paso. Todavía tenía que coger el pan en el mercado de la calle Toledo antes de subir a casa y a él le gustaba comer a las 2, como cuando trabajaba en la obra hacía ya demasiados años y, con un puntito de nostalgia, se le humedecieron los ojos… un día más, como cada día.