Alrededor de la sentencia

El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba. El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba. El nacionalismo cuando los pobres lo llevan dentro, no mejora, es un absurdo total.

Bertold Brecht

GETAFE/Todas las banderas rotas (23/10/2019) – Sabemos que hay que respetar y acatar la sentencia –como todas las sentencias judiciales- y yo lo hago porque creo en la separación de poderes de todo sistema democrático. Pero eso no significa que deba estar de acuerdo y no lo estoy. Son muchísimos los que, como yo, no son independentistas pero manifiestan su profundo desacuerdo con la sentencia y las penas impuestas y esa es, precisamente, mi posición.

Nadie gana nada si nos limitamos a buscar culpables, si nos conformamos con que se haya dado a estos un castigo “ejemplar”, si, una vez hecho esto, nos sentamos a esperar los acontecimientos y nos alegramos cuando esos acontecimientos, independientemente de los efectos negativos que tengan sobre la seguridad y la convivencia ciudadanas, benefician las propias expectativas electorales.

Claro que no debería haberse llegado hasta aquí, que debería haberse huido de “soluciones” policiales y judiciales y TODOS los políticos deberían haberse empeñado en buscar soluciones políticas, basadas en el diálogo. Pero no lo han hecho y por eso, desgraciadamente, estamos donde estamos.

Para poner las cosas en su debido contexto, veamos antes de nada los datos. En Cataluña siempre ha habido un sentimiento de independencia que, hasta hace muy poco, era minoritario según cifras oficiales: en el llamado referéndum del 1 de octubre de 2017, según lo publicado por el gobierno de la propia Generalitat, votaron 2.286.217 personas de las 5.586.650 con derecho a voto en las elecciones de 2019, es decir, el 40,92%; votaron “Sí” 2.044.058 personas, que es el 89,9% de los que votaron, pero que supone SOLO el 36,59% de todos los catalanes con derecho a voto. Dos años después de aquel 1 de octubre, de declaraciones de independencia simbólicas, leyes de desconexión, etc. por parte del Gobierno catalán, sin reacción política del Gobierno central que solo supo responder con policía y jueces y, sobre todo, después de la sentencia, lo previsible es que esa última cifra haya aumentado considerablemente.

Muchos independentistas suelen poner como ejemplo a seguir el caso de Quebec; sin olvidar que las situaciones de partida no son comparables, deberían tener en cuenta además que el Tribunal Supremo de Canadá estableció, mediante la llamada “Ley de Claridad”, las condiciones por las que cualquier referéndum independentista podría considerarse válido: la consulta ha de ser autorizada por el Parlamento del país, no solo del territorio que lo celebra; la pregunta ha de responderse únicamente con un sí o un no, por lo que debe ser muy clara; ha de alcanzarse una participación y una mayoría suficientemente significativa (no valdría un poco más del 50%); y que el referéndum no es el final del proceso, no significaría obtener ya la independencia, sino que sería el punto de partida para negociar la forma y condiciones de llegar a ella.

El protagonista principal de lo que está ocurriendo en Cataluña –pero no el único- es ese conglomerado heterogéneo que se da en llamar “el independentismo catalán”, compuesto por partidos, asociaciones ciudadanas, grupos y grupúsculos que no se llevan nada bien, y que, aunque dicen perseguir lo mismo –alcanzar la independencia-, no están de acuerdo en el modo de llegar a eso; muchos incluso piensan, aunque no lo digan porque no es políticamente correcto, que no es el momento.

Pero el mayor problema, creo, es que, debido a lo mal que desde el poder central se ha gestionado el asunto catalán desde hace años, se ha unido a los independentistas una enorme cantidad de gente que, aun no queriendo la independencia, piensa que es necesario que los catalanes puedan decidir mediante un referéndum. Por tanto, creo que conviene separar el trigo de la paja en uno y otro lado.

Porque si la gestión de todo esto por el Gobierno central –desde siempre, pero particularmente en los últimos gobiernos del PP- ha sido malísima, la del Gobierno catalán, desde los últimos años de Artur Mas hasta ahora con Quim Torra, que actúa como el muñeco del ventrílocuo Puigdemont, ha sido no solo mala sino, en muchos aspectos, totalmente incomprensible incluso para los propios intereses que decía defender.

En este sentido, el ejemplo más claro es el tratamiento que está haciendo la Generalitat, pero sobre todo el presidente Torra, de la violencia que se desarrolla en las calles. El presidente personalmente ha animado a ciertos grupos –los Comités de Defensa de la República- a actuar y no ha querido responsabilizarse de las consecuencias; debería saber que una vez que indicas el camino de la violencia, no puedes controlar hasta dónde llegará.

Torra intenta convencernos de que todo el movimiento independentista es pacífico, que la violencia es ejercida por “infiltrados”, pero la realidad, según dicen algunos de los participantes en los disturbios, es que “a muchos ni siquiera les importa la política y nunca han votado, pero la gente está cabreada”; junto a jóvenes independentistas de izquierda desengañada, se encuentran miembros del colectivo anarquista –«Destrozar cosas no sirve de mucho, pero, como mínimo, sirve para recordar que no existe la paz social que dicen que hay en Cataluña», decía uno de ellos-, y también chavales muy jóvenes que solo buscan acción y adrenalina. Es, en definitiva, una sociedad, representada por los más jóvenes, que exige tener claro el futuro, ser gobernada por alguien que tenga un proyecto realista, que no les engañe con una idea imposible porque el derecho de autodeterminación, que según muchos independentistas y el propio gobierno catalán debería aplicarse en Cataluña, solo es admitido por las Naciones Unidas para pueblos o territorios sin autogobierno.

Por parte de la mayoría de los representantes de los partidos de la oposición la sensatez, la cordura, la moderación, la sobriedad en las formas y declaraciones están ausentes. En lugar de aportar lo que puedan para apaciguar un ambiente suficientemente cargado de tensión, solo piensan en arañar unos votos aunque sea a costa de dar razones a los incendiarios; no soy ingenuo, ya sé que estamos a muy pocas fechas de unas elecciones y que el principal objetivo de los partidos es alcanzar el poder, pero no es honesto echar leña al fuego y después quejarse porque está ardiendo; además, los votantes de uno u otro no deberían aceptar que eso –llegar al poder- sea a cualquier precio, no deberían aceptar que ese fuera el único objetivo, porque lo prioritario es que vuelva la normalidad a las calles y a las tribunas, que deje de haber incendiarios en las plazas, en los medios de comunicación y en los partidos. Basta ya de enfrentar al nacionalismo catalán el nacionalismo español.

El independentismo ya tiene sus mártires, los incendiarios de salón le han cargado de razones/excusas, pero, antes o después, los disturbios pasarán y habrá que reconstruir no solo los elementos urbanos que han quemado los violentos, sino una sociedad rota y dividida por el egoísmo de unos dirigentes irresponsables y muy cortos de miras. ¿Qué hará entonces España y qué hará Cataluña con los millones de independentistas frustrados? ¿Y con los millones de catalanes no independentistas que están sufriendo la barbarie en las calles y la estupidez de sus dirigentes? TODOS los políticos deberían reflexionar sobre esto.