GETAFE/Varios (07/07/2025) – Alicia cambió de móvil hace apenas 18 meses. No porque el anterior estuviera roto, ni siquiera lento. Simplemente, «ya no era el último modelo». Su caso no es una excepción, es una tendencia. Cada vez más personas renuevan su smartphone antes de que realmente lo necesiten. Lo que comenzó como una mejora tecnológica, hoy se confunde fácilmente con una costumbre… o un lujo innecesario.
Pero, ¿qué implica esta decisión más allá del nuevo color de carcasa o una cámara ligeramente mejorada? ¿Es un gesto personal, una imposición del mercado, o una carga que todos terminamos pagando, incluso sin saberlo?
La industria tecnológica ha consolidado un ciclo que impulsa la renovación cada dos años, a veces incluso menos, con lanzamientos programados, marketing agresivo y ciertas decisiones técnicas que no siempre favorecen la vida útil del dispositivo. No es casualidad que muchos de estos dispositivos electrónicos comiencen a mostrar signos de fatiga justo cuando llega su sucesor.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, la lentitud del dispositivo no es irreversible. Almacenamiento lleno, apps innecesarias en segundo plano, batería envejecida… Todo tiene solución. Pero no siempre se contempla.
«Muchos usuarios llegan a nosotros convencidos de que su móvil está obsoleto, cuando en realidad solo necesita una puesta a punto, ya sea el cambio de batería, limpieza interna o incluso una restauración de sistema. Es como confundir una gripe con un infarto», comenta el equipo técnico de Kaquu Componentes, empresa especializada en piezas y soluciones para la reparación de dispositivos electrónicos.
Desde Kaquu advierten que la mayoría de averías comunes son perfectamente reparables, incluso por el propio usuario con un poco de guía. Esto no solo supone un ahorro económico, también representa una forma directa de frenar la generación de residuos electrónicos, que sigue creciendo de forma alarmante.
El problema no es solo económico. Según la ONU, se generan más de 50 millones de toneladas de residuos electrónicos al año, y menos del 20% se recicla adecuadamente. Los smartphones, aunque pequeños, contienen metales raros y componentes que requieren una enorme cantidad de recursos para producir. Cambiar de móvil sin necesidad no es solo una decisión de consumo, es un gesto que tiene impacto global.
Claro, hay situaciones en las que la renovación tiene sentido. Si el dispositivo ya no recibe actualizaciones, presenta fallos graves de hardware o es incompatible con las apps más básicas, no hay mucho que hacer. Pero si el problema es que «va un poco lento», quizá vale la pena preguntarse por qué y no asumir que es hora de comprar otro.
Desde 2022, en España la garantía legal se amplió a tres años y los fabricantes están obligados a mantener piezas de repuesto durante al menos diez. Es un paso importante, pero aún queda camino por recorrer. La llamada «obsolescencia programada» no siempre es tan evidente como un móvil que deja de encender. A veces es más sutil, actualizaciones que ralentizan el sistema, apps que consumen más de lo razonable o funciones nuevas que apenas marcan la diferencia, pero empujan al usuario a desear lo último.
En ese contexto, tener siempre el último modelo deja de ser una necesidad técnica para convertirse en una declaración social. Un móvil nuevo no siempre responde a una urgencia funcional, sino a una presión —más o menos explícita— por estar a la altura. En entornos donde la tecnología actúa como símbolo de estatus, llevar un dispositivo «antiguo» puede percibirse casi como un descuido. Y es ahí donde reparar, alargar la vida útil y resistirse al cambio constante, deja de ser solo una opción personal para convertirse en una forma de cuestionar el ritmo que nos imponen.
La respuesta quizá no es única, pero sí compartida. Cambiar de móvil cada dos años puede ser un lujo para quien se lo puede permitir, una costumbre para quien no se lo cuestiona, y un problema ambiental para todos.
Y tal vez lo más interesante no sea decidir cuál de estas definiciones es más cierta, sino plantearnos si podemos cambiar también el hábito. Porque al final, conservar lo que ya tenemos, y cuidarlo, puede ser el gesto más moderno de todos.