Sahara, Trump, ONU, España

GETAFE/Todas las banderas rotas (07/11/2025) – Ya en 1509, cuando España y Portugal se repartían el mundo, ambas potencias acordaron que la primera tenía derecho a establecerse en una zona costera del Sahara. Después de muchas vicisitudes a lo largo de siglos, en 1900 el Tratado de París establece otro reparto, esta vez entre Francia y España. Y, ya en 1934, un grupo de dirigentes de las tribus saharauis que poblaban la zona se someten amistosamente a España. Hasta aquí un brevísimo resumen de por qué ese lugar llega a llamarse “Sahara español”.

En 1955 España ingresa en la ONU, lo que implica, entre otras muchas cosas, asumir poco después la Resolución 1514 de la Asamblea General (“Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”) de 14 de diciembre de 1960, que establece que “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”.

La ONU considera desde entonces a España como potencia administradora del territorio llamado Sahara Occidental —con las obligaciones que ese hecho conlleva— y que debe ser descolonizado. Esa consideración no ha cambiado legalmente. Y esa descolonización debe llevarse a cabo mediante un referéndum en el que voten los habitantes de dicho territorio, es decir, los saharauis.

Pero esto era así hasta que Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos y cambió las normas que todos aceptaban: ya no valen los acuerdos tomados en el seno de la ONU; lo que vale son los intereses que las potencias imponen a los más débiles. Lo que Trump pretende –y, de momento, parece que consigue– es imponer una nueva “paz” según el modelo USA, favoreciendo a Marruecos para conseguir que este le devuelva el favor en el futuro. Trump no hace nada gratis, y Marruecos, cuando se haga con el territorio saharaui, dispondrá de importantes reservas de fosfatos, una gran riqueza pesquera y, probablemente, de gas y petróleo en la plataforma marítima. De momento, Trump está convencido de que ya se ha apuntado un nuevo tanto para el próximo premio Nobel de la Paz.

Nadie debe pensar que ya está todo solucionado. Las consecuencias que se derivan de esto son varias, algunas evidentes y otras no tanto. Entre las más inmediatas está que, no habiendo tenido en cuenta a los habitantes del territorio saharaui —como es norma de Trump: ni a los palestinos en Gaza, ni a los ucranianos en Ucrania ni a los saharauis en el Sahara—, estos responderán de la única forma que tienen a su alcance: probablemente el Polisario volverá a retomar la lucha armada, es decir, no habrá paz. Las peores consecuencias las sufrirán los refugiados de Tinduf y quienes, en los territorios ocupados, luchan contra Marruecos, que hipócritamente se sentirá justificado para aumentar la represión.

Otra consecuencia es la situación en que queda la ONU, que, plegándose a las exigencias de Trump, ha contribuido a poner un clavo más en el ataúd del derecho internacional. Poco esfuerzo hay que hacer para justificar esta afirmación, pero daré algún dato. Un poco más arriba mencioné la resolución 1514 de la Asamblea General —a la que algunos han llamado “la Carta Magna de la descolonización”—: pues la resolución 2797 del Consejo de Seguridad, promovida por EE.UU. y aprobada el 31 de octubre, que acepta la tesis marroquí, acaba con lo que la 1514 propugnaba y, de paso, con 85 años de defensa del derecho de los pueblos a su autodeterminación desde la ONU.

Como mal menor se ha autorizado que siga en funciones durante un año más la MINURSO; pero, ¿han caído en la cuenta de que esas siglas responden a “Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum en el Sahara Occidental”? Si ya no se habla de referéndum, ¿qué papel ha de jugar a partir de ahora esa Misión? ¿No se da una evidente contradicción?

Es bochornoso que los que hasta ahora defendían la posición de los saharauis —principalmente Rusia y China— se hayan conformado con hacer algunos retoques al texto de EE.UU. para justificar su abstención y, de este modo, dar la puntilla al papel que las Naciones Unidas podrían (y deberían) jugar en este y otros procesos. No ya solo de descolonización; porque ¿con qué autoridad moral podrán las Naciones Unidas exigir desde ahora que se respeten sus propias resoluciones?

La conclusión que puede sacarse de todo lo anterior es que Trump ha obtenido un importante triunfo en su política de acoso y derribo a las instituciones internacionales, muy especialmente a la ONU, y, por ende, al derecho internacional y al multilateralismo que estas representan.

También quiero referirme al papel que juega España en este penoso juego de poderes. En principio, poder ninguno; renunció a tenerlo cuando el Gobierno, plegándose a los intereses de EE.UU., envió al rey de Marruecos el 14 de marzo de 2022 una carta en la que aceptaba la solución presentada por Marruecos en 2007 de “autonomía bajo soberanía marroquí” como “la base más seria, creíble y realista para la resolución de este diferendo”. Con este acto renunció al poder que de hecho le daba la historia y los lazos que le unían con el pueblo saharaui: nadie puede olvidar que ese territorio fue una provincia española y que, aún hoy, algunos viejos del lugar conservan antiguos DNIs españoles.

En la Declaración de Principios sobre el Sahara Occidental, firmada por los gobiernos de España, Marruecos y Mauritania el 14 de noviembre de 1975, se dice textualmente: “España ratifica su resolución, reiteradamente manifestada ante la ONU, de descolonizar el territorio del Sahara Occidental poniendo término a las responsabilidades y poderes que tiene sobre dicho territorio como potencia administradora”. Por tanto, España manifiesta su voluntad de proceder a la descolonización del territorio y de dejar de ser potencia administradora.

Pero, en cuanto a esa segunda pretensión —que nunca ha sido aceptada por la ONU—, sería muy farragoso citar la gran cantidad de resoluciones de las Naciones Unidas que confirman que España sigue siendo, de acuerdo a la legislación internacional, la potencia administradora del territorio saharaui. Por tanto, no se entiende que ni siquiera se nombre a nuestro país en la última resolución de octubre de 2025, que no se le haya consultado y que nuestro Gobierno haya aceptado una posición subalterna.

Para mayor escarnio de España y vergüenza del pueblo español, todo esto está ocurriendo al tiempo que Marruecos celebra el 50 aniversario de la Marcha Verde, que el pueblo saharaui llama, con razón, “Marcha Negra”.

Termino llamando la atención sobre el hecho de la enorme diferencia entre la actitud protagonista de España en Gaza y Ucrania, —que los demócratas debemos apoyar sin reservas—, y la dejación de responsabilidad en el caso del Sahara, que nos afecta de forma mucho más directa a los españoles. La oposición, especialmente la de izquierdas, debería pedir cuentas al Gobierno.

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