Los tiempos han cambiado… La Constitución debe cambiar

El tiempo se desgrana mansamente
por la iglesia barroca y por la plaza,
mientras los chicos crecen,
se hacen hombres y escapan.

José Antonio Labordeta

GETAFE/Todas las banderas rotas (12/12/2017) – España, ese lugar en el que habitamos los españoles, es una tierra torturada por cataclismos, guerras y malos gobernantes a través de todos los siglos de su existencia. Pero, a pesar del eslogan que se inventó el ministro franquista Fraga Iribarne, no es ni más ni menos diferente que otros muchos territorios que hoy son países democráticos. Todos, sin excepción, han pasado por situaciones similares lo que no significa que las hayan resuelto de la misma forma, en eso sí que somos distintos los españoles.

Por ejemplo, somos distintos en la manera en que entendemos la Constitución y la posibilidad o necesidad de cambiar algunos (o muchos, según quien lo pretenda) de sus contenidos. Aunque, por mucho que M. Rajoy, en otra de sus enésimas meteduras de pata, demuestre que lo desconoce, fue en lo que hoy es España, más concretamente en el antiguo Reino de León, donde se redactó lo que la Unesco reconoce como “el testimonio documental más antiguo del sistema parlamentario europeo”, tal como puede leerse en la página web de esa institución:

“El corpus documental de Los “Decreta” (o Decretos) de León de 1188 contiene la referencia al sistema parlamentario europeo más antigua que se conozca hasta el presente. (…) Reflejan un modelo de gobierno y de administración original en el marco de las instituciones españolas medievales, en las que la plebe participa por primera vez, tomando decisiones del más alto nivel, junto con el rey, la iglesia y la nobleza, a través de representantes elegidos de pueblos y ciudades”.

Así que, partiendo de estos antecedentes, no deberíamos acomplejarnos ante otras democracias a la hora de tratar nuestro actual texto constitucional como lo que son realmente estas leyes en todos los países: una herramienta, quizá la más importante, pero herramienta al fin, para poder desempeñarnos como sociedad en el devenir de la historia.

Por eso, el hecho de cambiarla o modificarla no debería ser entendido como la destrucción de la esencia de nuestro ser nacional, tal como algunos desde la derecha y, en concreto desde el PP, quieren hacernos creer, sino como la adaptación necesaria al momento histórico en el que estamos. Muchas veces nuestros gobernantes dicen que debemos ser o parecernos “a los países de nuestro entorno”; bien, pues en lo que respecta a cambios constitucionales, deberían esforzarse en parecerse un poco más. Veamos algunos ejemplos.

La Constitución de Austria data de 1930 y, desde entonces, la han modificado en más de cien ocasiones. Más joven es la Constitución alemana que se redactó en 1949 y hasta hoy ha sido enmendada más de sesenta veces. La Constitución de Irlanda, que se adoptó en 1937, se ha modificado unas treinta veces. Por su parte, Francia, que desde 1791 ha tenido una quincena de Constituciones, ha incorporado enmiendas a la vigente de 1958, 24 veces. El caso de Portugal es el más cercano a nosotros, no sólo geográficamente, sino porque su Constitución es contemporánea de la nuestra (se adoptó en 1976) y, además, porque también se redactó al salir de una larga dictadura; bien, pues nuestro vecino ha revisado siete veces ese texto constitucional. Por nuestra parte, en cambio, hemos hecho solo dos reformas muy puntuales y, además, dichas reformas han venido obligadas por condicionantes determinados por la UE, no por necesidades demandadas por la sociedad española.

Por tanto, debemos preguntarnos, ¿por qué en España hay tanta dificultad para reformar nuestra Constitución? Creo que es innegable que debe haber varios motivos, pero el primero que yo considero que ha de removerse, aunque no el único, es todo lo que se deriva de las circunstancias que rodearon su gestación.

Los que argumentan que no debe solo reformarse sino que debe cambiarse por otra; los que defienden que debe abrirse un “proceso constituyente” para redactar un texto ex novo porque la Constitución existente es la responsable, casi única, de los males que hoy nos aquejan; los que hablan de forma despectiva del “régimen del 78”, olvidan, pienso que de forma interesada, dichas circunstancias. Porque, precisamente, la presencia en las instituciones de aquel momento de muchos de los partícipes del régimen dictatorial anterior; la presión del estamento militar igualmente miembro destacadísimo de ese régimen; el enorme peso que conservaba la Iglesia católica en grandes capas de la población aún inculta y desinformada; y el terror administrado por ETA de forma indiscriminada sobre toda la sociedad son factores que nadie que quiera hacer un análisis verdaderamente serio de aquel momento histórico puede, honestamente, ignorar. Unamos a todo eso que muchísimos de los españoles que protagonizaron el cambio que entonces se produjo tenían aún en la memoria, unos, la guerra civil y los actores, aún vivos, que la provocaron; otros, la dictadura que habían sufrido en sus propias carnes y que les había supuesto cárcel, exilio y sufrimientos de todo tipo. Porque todos esos factores (que condicionaron lo que algunos analistas han llamado “pactos de hierro” que dejaron todo “atado y bien atado”) impidieron, a pesar de que muchos lo hubieran querido, ir más allá. No fue una cuestión de voluntad política, de no querer hacer una Constitución mejor, sino de la imposibilidad real, por las razones antedichas, de hacerla distinta.

Por otra parte, esa posición maximalista que quiere hacer tabla rasa de lo existente es tan negativa como la contraria, la de los que se muestran absolutamente cerrados a entrar, siquiera, a considerar cambios parciales.

Hay quien opina que la reforma constitucional es hoy imposible porque hay en lo más profundo del PP sectores que, más que una reforma, quieren una contrarreforma centralista; cierto es que esta posición cuenta con menos apoyos que ninguna pero es una posición que bloquea tanto a los que quieren reformas amplias como a los que se conformarían con retoques cosméticos, y basta para dar argumentos a la tendencia inmovilista de M. Rajoy: si unos quieren cambiarlo todo y otros piden volver atrás, el punto central es no moverse, no hacer nada. Las dos posiciones convergen en lo mismo: hacen imposible el diálogo y el debate que es lo único que nos llevaría a alcanzar el necesario acuerdo.

Se habla mucho de lo que se debería reformar en la Constitución, de cuáles son los puntos que necesitan revisión; no es en eso en lo que quiero centrar mi reflexión, tiempo habrá para ello: en mi opinión, hoy lo prioritario es convencer a los indecisos y a los recalcitrantes de la necesidad misma del cambio. Convencerles de que no es admisible mantener ciertas formulaciones constitucionales que son fruto de aquellas circunstancias que rodearon su nacimiento y que hoy deberían estar superadas. Convencerles de que para las generaciones nacidas después de su promulgación no es soportable vivir bajo una Constitución que no coincide con su forma de entender la vida, la sociedad y la política. Convencerles de que, así como la sociedad de 2017 no es la misma que la de 1978, no puede ser la misma Constitución la que conduzca a esa sociedad y a esas generaciones, ahora y hacia el futuro próximo.

Habrá tiempo para pensar en cuáles son los puntos, los artículos que deben ser retocados o cambiados de raíz; ahora el trabajo que tenemos por delante los demócratas, sea cual sea la ideología o el partido de cada cual, es convencer a los intransigentes de uno u otro lado, remover todas las dificultades para que se haga la necesaria reforma constitucional que debe responder a las necesidades y aspiraciones de las generaciones presentes y futuras.