
Cuando no hay conciencia ni memoria ni se conoce la historia, somos carne de cañón.
Luis Pastor
GETAFE/Todas las banderas rotas (02/12/2025) – Según el barómetro de octubre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) el 19% de los jóvenes piensa que el franquismo fue una etapa «buena» o «muy buena». Muchos expertos han buscado explicación a ese dato y la mayoría coinciden en que en los institutos no se da información y formación suficiente sobre la guerra civil y la dictadura; además, también consideran que el auge de la ultraderecha en la sociedad y el “buen trabajo” que los grupos de esa ideología hacen en las redes sociales, constituyen un factor esencial para llegar a esta situación.
Así que la falta de información y formación, los mensajes simplistas propios de los grupos y partidos de ultraderecha y el poder de difusión de las redes sociales, todas esas circunstancias unidas, hacen que personas que, por su juventud, no han vivido la dictadura franquista, hablen de ella sin conocimiento y de forma pueril. Los que sí conocimos y sufrimos esa dictadura sabemos que si entonces alguien hubiera dicho públicamente “estamos en una dictadura”, de inmediato serían reprimidos, detenidos o encarcelados; ergo, no estamos en una dictadura aunque haya mucho que mejorar en ella. Lo triste y preocupante es que hay dirigentes de la derecha que, aún sabiendo perfectamente que lo que digo en el párrafo anterior es cierto, exponen machaconamente esa idea en sus intervenciones. ¿Por qué lo hacen? Evidentemente, mantienen esa mentira porque tienen la intención consciente de engañar, pensando que así atraen los votos de esa juventud desinformada –y de otros no tan jóvenes pero igualmente desinformados- que se están yendo a Vox porque hace lo mismo que el PP pero mejor.
Algunos miembros importantes del PP llegan a caer en el ridículo al querer mantener esa tesis. El secretario general de ese partido, el inefable Miguel Tellado, en una entrevista en TVE el día siguiente a conocer el fallo condenatorio sin sentencia al Fiscal General, cargó virulentamente contra la cadena e, incluso, contra la entrevistadora, acusando a la primera de ser la televisión del “régimen”, y a la segunda, entre otras cosas, de utilización política de un medio público. Un dirigente político de su nivel no puede ignorar que eso con Franco no podría pasar porque en un sistema dictatorial nadie podría permitirse, como hizo él, criticar públicamente a la televisión del régimen; es decir, engaña conscientemente.
Por su parte, la presidenta de la comunidad de Madrid, la no menos inefable Isabel Díaz Ayuso, en una intervención institucional después de la publicación del fallo judicial contra el Fiscal General ha dicho: “Estos hechos son propios de una dictadura. Por eso se trata de un día importantísimo para nuestra democracia, porque ha quedado demostrado que el Estado de derecho funciona”. Una cosa y su contraria en la misma frase: ¿Estamos en una dictadura o en un Estado de derecho que funciona? ¿En qué quedamos? ¡Qué extraordinaria forma de hacer el ridículo! En una dictadura lo que con toda certeza ocurriría es que se cumplirían las amenazas de su jefe de gabinete, el mentiroso y peligroso Miguel Ángel Rodríguez dirigidas a un medio de comunicación: “os vamos a triturar”, “vais a tener que cerrar”.
Siempre hemos sabido que para la derecha española los partidos de izquierda, son, no ya oponentes políticos, sino que, cuando estos llegan al gobierno, son usurpadores de un poder que solo a ellos –a la derecha- les corresponde ocupar. Pero, desde que la ultraderecha española ha alcanzado un lugar en las instituciones democráticas, ha dado un paso más: viene instalando en el imaginario colectivo la idea de que es la propia democracia la que es ajena a lo que ellos consideran valores intrínsecos de la historia y la cultura españolas. Es decir, han ocupado las instituciones democráticas para, desde dentro, acabar con la democracia. Y lo triste es que el PP –que hasta hace poco creíamos que representaba a la derecha, llamémosla moderada- por interés exclusivamente electoral, le ha comprado a Vox el mensaje y trabaja en la misma dirección, pasando a ser derecha extrema.
Ciertamente la ultraderecha siempre ha estado presente en la sociedad española, agazapada y sin meter mucho ruido -salvo en los años posteriores a la muerte del dictador durante los que fue responsable de diversos asesinatos-. Pero, desde entonces, el mundo ha dado muchas vueltas; el cambio climático, la pandemia de Covid, el feminismo y otros factores, han despertado al monstruo y han servido a personajes como Trump, Bolsonaro, Orbán o Milei para, siguiendo el manual de la ultraderecha, ofrecer para todos esos complejos problemas soluciones simplistas –basadas en mentiras y desprecio a la ciencia y el derecho- con un lenguaje que responde a lo que quieren oír los que tienen una visión egoísta e insolidaria de la sociedad.
Estamos viendo la forma que tiene Trump de “solucionar” problemas tan graves como el genocidio provocado por Israel en Gaza y la guerra mediante la cual Putin pretende cambiar las fronteras de Ucrania según sus intereses: en ambos casos se pone de parte del agresor y piensa, no en alcanzar la paz, sino en la mejor manera de beneficiar a sus negocios. Y en España, sus discípulos -Abascal y Ayuso- siguen fielmente sus enseñanzas.
En Estados Unidos su presidente pide la pena de muerte para los congresistas y senadores que dicen a los soldados y policías que no tienen que cumplir órdenes ilegales; en España aún no hemos llegado a tanto pero Ayuso acaba de conseguir que el Fiscal General del Estado dimita mientras que su novio, si nadie lo remedia, quizá no tenga que pagar por el robo que ha hecho a la Hacienda pública, es decir, a todos los españoles.
Y este es el inicio de un camino del que no conocemos el final. Sí sabemos que Ayuso tiene mucho poder –más que Feijóo- porque los que mueven los hilos han depositado en ella su confianza, han visto que conecta con la juventud desinformada y con los que identifican la libertad solo con la posibilidad de tomar cañas y que, con una ceguera incomprensible, votan incluso en contra de sus intereses.
Esto es lo que está ocurriendo en el mundo y en nuestro país, y, ante todo ello, siento indignación y tristeza porque en instituciones clave como son la política y el poder judicial se están imponiendo valores contrarios a lo que la población mayoritaria necesita: templanza, respeto, diálogo y debate sereno para resolver los problemas reales de la vida diaria: vivienda, salarios, sanidad, educación…
También siento miedo porque, 50 años después, parece que es cierto que todo quedó atado y bien atado.