El coronavirus y más allá (2)

GETAFE/Todas las banderas rotas (25/03/2020) – El jefe del Estado Mayor de la Defensa aprovecha su minuto de popularidad de cada día en las ruedas de prensa en que se informa sobre la evolución de la pandemia para imbuir militarismo a la población: “En esta guerra irregular y rara que nos ha tocado vivir o luchar, todos somos soldados”; «Esto es una guerra de todos los españoles. Todos estamos involucrados en esta pelea contra el virus»; «Hoy es viernes en el calendario, pero en estos tiempos de guerra o crisis, todos los días son lunes”…

No, general, no. Yo no soy soldado ni quiero serlo. Tampoco están los españoles en una guerra, sino en la vida de cada día, como siempre: intentando llegar a fin de mes, ayudando a sus vecinos a salir de las dificultades, procurando superar los muchos problemas que la vida trae todos los días a los que están en la base de la pirámide social. Eso sí, ahora las cosas se han agravado con una enfermedad pandémica que ha hecho que todo sea más difícil aún, sobre todo, para esa gente.

Para los médicos, enfermeras y resto de personal que trabajan en las Unidades de enfermos críticos de todos los hospitales, su día a día es, actualmente, mucho más difícil. Pero antes de la llegada del coronavirus también se enfrentaban a la muerte, también pasaban horas de angustia y se iban a casa con el corazón encogido porque no sabían si, a la mañana siguiente, iban a encontrar vivo al último enfermo que habían atendido. Y, debido a los recortes y la privatización de la sanidad que el PP impulsó, también tenían que hacer su trabajo con una gran escasez de medios, con sueldos disminuidos y echando en falta a compañeros que, tras jubilarse o caer enfermos, no eran sustituidos.

Ese pequeño empresario, ese autónomo que estaba pagando 283 euros, la cotización mínima, no lo hacía porque estuviera en guerra con el coronavirus, sino porque, aun sabiendo que le quedaría una pensión muy pequeña, no se podía permitir pagar más si quería sacar adelante su negocio. Ahora su situación se ha agravado porque ha tenido que cerrar y no sabe cómo va a poder hacer frente a los recibos y facturas que siguen llegando.

Nos insisten en que en “esta guerra” hemos de lavarnos las manos con frecuencia y mantener una distancia prudencial entre unos y otros. Pero en Moria (Grecia), el mayor campo de refugiados de Europa, no es posible porque, en medio de una suciedad increíble, viven unas 20.000 personas en un espacio pensado para unas 3.000. No parece que, a causa del coronavirus, haya cambiado su situación: ¿están ahora en una guerra y antes no? Lo que es seguro es que la mayoría están ahí porque huían de una guerra auténtica.

No es solo el general, también Trump: “Quiero que los americanos entiendan: estamos en guerra con un enemigo invisible, pero ese enemigo no podrá con el espíritu y la resolución del pueblo americano…”. Y también Boris Johnson: “Debemos actuar como un gobierno en tiempo de guerra y hacer lo que sea necesario para apoyar a nuestra economía”. Y, por supuesto, muchos comunicadores que hablan y escriben con palabras y frases inflamadas de épica y militarismo, deberían ser conscientes de que el lenguaje, más que definir la realidad, en muchas ocasiones la construye.

La idea es que lo que ocurre en los campamentos saharauis, en Siria, en Irak, en Libia, en Turquía, en Lesbos, en Palestina, no tiene ninguna importancia si lo comparamos con nuestra guerra de andar por casa. Aunque sea una guerra –la nuestra- confortable, desde casa, sin racionamiento, sin bombardeos…

Tanto empeño en militarizar nuestra vida, sobre todo en situaciones tan complejas para la sicología personal y social como la presente, puede hacernos creer que los ciudadanos normales somos héroes guerreros o superhéroes de cómic con lo que eso significa de infantilismo y de sometimiento inconsciente a una autoridad inconcreta, difusa (¿militar, por supuesto?), es decir, lo que menos necesitamos para sobrevivir democráticamente en el futuro que nos espera después de que este drama pase.

En este mismo sentido, otra idea que determinados comunicadores están introduciendo, no para debatir, sino para que se quede sin discusión, es la de que los chinos lo han hecho muy bien, que deberíamos aprender de ellos, que deberíamos actuar como ellos lo hicieron. Como dice Daniel Innerarity, el sistema chino tiene “imagen de eficacia ganada gracias a que no pierden el tiempo con formalidades democráticas y atención a derechos humanos», lo que interesa es el resultado aunque sea a costa de la libertad y otros derechos. Ya se sabe, cuando el miedo se instala en la sociedad siempre ha surgido alguien que nos dice que el Orden es el remedio milagroso, la panacea. Y lo impone.

Se ha suspendido la Liga, el Gran Premio de Fórmula 1, los Juegos Olímpicos, Eurovisión… Ya no se aplaude a deportistas de élite ni a cantantes famosos, ahora aplaudimos a los profesionales sanitarios, a los policías e, incluso, a los que recogen la basura y a la señora que limpia el atril del Congreso de los Diputados. Este es, a mi modo de ver, el camino: reconocer que, para que la sociedad funcione, somos necesarios todos, pero no convirtiéndonos en soldados, sino valorando el trabajo de cada uno y haciendo todos lo que la sociedad necesita. Porque, como decía un gran amigo que falleció hace años, la salvación (sea lo que sea para cada cual eso de la salvación) no la alcanzaremos en taxi, sino en autobús.

Esto no es una guerra. Se repite mucho que las crisis son oportunidades para mejorar, para aprender de ellas. En este caso debería servir, entre otras muchas cosas, para ver lo que siempre estuvo ahí, delante de nosotros, y no supimos o no quisimos ver: la desigualdad y el clasismo que no han desaparecido al llegar la pandemia. Hemos de pensar que, más allá de los que vemos en la tele y a los que aplaudimos, hay muchos otros conciudadanos que trabajan con riesgo pero, por no salir en las pantallas, pueden resultar olvidados: camioneros, obreros de la construcción, agricultores, limpiadoras, inmigrantes sin papeles que están siendo más explotados que nunca… Y también los que, con más o menos justificación por parte de las empresas, se han quedado sin trabajo con la excusa del coronavirus.

Si ha de ser una oportunidad, y por mucho que sea una utopía, que sea para que aprendamos qué es lo importante, para que nos demos cuenta de lo mucho que tenemos y lo poco que necesitamos, para que sepamos distinguir entre lo necesario y lo superfluo, para que descubramos qué es lo que en realidad necesitamos para vivir en una sociedad amable y solidaria. Una sociedad, en fin, donde no sean necesarios los superhéroes ni los soldados.

PD: Una persona muy querida –y cuya opinión valoro muchísimo- me ha sugerido que no escribiera un artículo con críticas directas a personas concretas, que no era oportuno en este momento. Lo he meditado, claro, y he llegado a las siguientes conclusiones: las administraciones, los partidos políticos y los políticos en general tienen, ante cualquier crisis importante y esta lo es mucho, la obligación de dejar a un lado las diferencias de todo tipo, mostrarse unidos ante los ciudadanos y guardar su valoración crítica para cuando todo haya terminado. Pero quienes tienen responsabilidad social –ya sean persona individual o institución- están sometidos, siempre, a la crítica de los ciudadanos y éstos tienen el derecho y el deber de manifestarla, mucho más si los responsables traspasan los límites de esa autoridad y de esa responsabilidad.
Por eso he decidido seguir adelante con el artículo.